Según cuenta el escritor mexicano José Castillo y Piña, cerca de la población de Otzoloapan, dentro del Valle de Bravo en el Estado de México, había un barranco que daba al rancho de Agua Zarca, donde se ocultaba un gran tesoro. Todo comenzó cuando un grupo de bandidos se encontraba cabalgando sobre sus mulas a través del valle. Los venía persiguiendo la ley porque estaban cargados con sacos de oro robado. Cuando perdieron a sus perseguidores, los ladrones buscaron un sitio en donde ocultar su botín hasta que estuvieran a salvo. Entonces arrojaron los sacos por el barranco, lo taparon con tierra y luego se fueron con la esperanza de volver algún día.
Sin la carga de los sacos, las mulas anduvieron sobre la tierra con mayor velocidad; pero su carrera fue en vano.
Y el relato del tesoro se fue legando de generación en generación, siendo buscado por distintos exploradores y forajidos. De todos los buscadores, se destacaban tres en especial: Antonio Sánchez y Juan Hernández de San Martín Otzoloapan; y Rafael Flores del Valle de Bravo. Estos hombres, junto con Primo Castillo, convencidos de que el tesoro estaba en el barranco que iba a Agua Zarca, realizaron los planos y comenzaron a excavar en los puntos más probables. Al cabo de unos metros, lograron escuchar unos gritos que escapaban de entre la tierra. Acobardados por esto, los cuatros hombres salieron huyendo y estuvieron algún tiempo sin ánimo de seguir buscando.
Luego de volver dos veces y escuchar de nuevos los gritos espantosos, estos hombres entendieron que el tesoro había sido poseído por el demonio; y que, por esta razón, nadie lo había podido encontrar. Entonces Antonio Sánchez se puso un rosario en el cuello que había hecho bendecir antes y se sumergió en el barranco. En medio de este, se le presentó un hombre que primero lo saludó y luego le arrancó el rosario y echó a correr. Luego de que Antonio le contara esto a los demás, salieron despavoridos del valle nuevamente. Aun así, todos estaban decididos a encontrar el tesoro sin importar lo que costara y volvieron de nuevo. En esta ocasión, estando todos dentro del barranco, vieron un mono negro con un sombrero que se reía de ellos. Antonio se arrodilló y rezó el Magníficat
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