Según cuentan, cuatro sacerdotes estaban reunidos frente al lago Texcoco, haciendo oraciones bajo el cielo estrellado a la luna blanca y luminosa. Los patos se deslizaban sobre la superficie líquida y las chicharras hacían escuchar su canto nocturno. De repente, se escuchó un grito espantoso, herido. El sonido del grito fue agudo como el de una mujer moribunda, y pude escucharse a través de los bosques más lejanos y hasta los pasillos del palacio de Moctezuma Xocoyotzin. El más joven de los sacerdotes sugirió que podría tratarse de Cihuacóatl, la diosa serpiente y protectora del pueblo, que habría salido del agua de las lagunas y bajado por la montaña para prevenirlos sobre un mal futuro. Entonces los sacerdotes subieron a la cima del templo que estaba frente al lago y vieron entre la niebla una figura blanca que caminaba a lo lejos. Llevaba el pelo largo y peinado en forma de dos cornezuelos y arrastraba tras de sí una tela delgada que flotaba en el aire.
Cuando el grito se calló y no quedó rumor ni eco de él, varias sombras se sumergieron en las aguas del lago, como si huyeran de un peligro fatal. Los sacerdotes pronosticaron entonces que la destrucción de su pueblo estaba cerca. Luego pudieron escuchar más gritos dolorosos y luego la voz de una mujer que decía: «¿adónde podrías ir, mis hijos… ¿Adónde podrías ir para escapar del funesto destino que los aguarda?». Entonces los sacerdotes se convencieron de que se trataba de la diosa Cihuacóatl, patrona de Tilpotoncátzin. El emperador se acercó al archivo del imperio y sacó un antiguo códice que tenía dibujado en hojas de amatl. Con la mirada turbada, le entregó el códice a los sacerdotes, quienes lo interpretaron para él. Le dijeron que los códices profetizaban la aparición de Cihuacóatl antes de la desaparición del imperio. La destrucción vendría de mano de extraños hombres provenientes del oriente, protegidos bajo el manto de un dios extraño y más poderoso, quienes someterían y humillarían a su pueblo.
Moctezuma Xocoyotzin se sintió asombrado de que existieran dioses más poderosos que Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, patrones de la sangre y la guerra. Guardó silencio por largo rato, con la cabeza agacha en señal de humildad, y finalmente se sentó en su trono adornado de esmeraldas y alabastro, con la cabeza hundida entre las manos. Los sacerdotes doblaron el códice y se marcharon, igualmente abrumados que su señor. Luego de esto, en distintas regiones se pudo escuchar el lamento de la diosa, repitiendo su sentencia y advirtiendo sobre un mal del que no podían escapar quienes lo oyeran. Al cabo de un tiempo, finalmente llegaron los españoles a México e iniciaron el periodo de la conquista.
Muchos años después, cuando ya había sido construida la capital de la Nueva España, todavía podía verse en las noches a una mujer vestida de blanco con el cabello negro y arremolinado. Surgía desde el sudoeste de la urbe y se dirigía hacia el oriente, cruzando plazas y calles con su sombra fantasmal y lanzando alaridos frente a las cruces de las iglesias y los símbolos cristianos. Su voz decía «¡Ay, mis hijos! ¡Mis hijos! ¡Ay…!». Pese a que podía verse todas las noches, nunca nadie la detuvo para preguntarle qué le pasaba. Así que todos pensaron que una mujer que gritaba por un amor perdido y la muerte de sus hijos abandonados. Y desde entonces se llamó “la llorona”, una aparición que asustaba a los niños y que hacía que las personas evitaran salir a la calle de noche. Esta leyenda fue esparciendo por otras regiones y otros países con distintas versiones, aunque, probablemente, el grito siempre sea el mismo.
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