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La leyenda de los volcanes

El mito de Popocatepetl e Iztaccihuatl

Según cuentan los sabios, todo comenzó un día en el que los guerreros del Imperio Azteca volvieron de una cruenta guerra sin hacer sonar sus tambores ni sus instrumentos como era habitual cuando vencían. Al frente de la triste marcha estaban el guerrero tigre, el guerrero águila y el capitán coyote, quien llevaba rotas las rodelas, las ropas rasgadas y el penacho arrancado. Los hombres entraron en su ciudad cabizbajos, donde no los recibió el sahumerio ceremonial que se quemaba en otras ocasiones dentro de braseros llameantes. Dentro de un edificio con los estandartes recogidos, los capitanes eran esperados por los yopica, los sabios de la estrategia, quienes esperaban una explicación para la derrota que había sufrido el imperio.

Los guerreros aztecas habían salido tiempo atrás de la ciudad para conquistar los territorios del sur, donde vivían los ulmecas, los xicalanca, los vixtotis y los zapotecas, a quienes se debía anexionar con urgencia al gran Anáhuac. Desconociendo las noticias de la guerra durante dos ciclos lunares completos, la gente en la ciudad pensaba que ya se estaban haciendo asentamientos en las tierras sometidas; pero todo fue desmentido cuando entraron los guerreros derrotados y humillados. Sin importar que hubieran batallado con todas sus fuerzas y todos los conocimientos adquiridos en la Academia de la Guerra de su ciudad, Calmecac, los hombres fueron deshonrosamente derrotados.

A pesar de la actitud de todos los demás guerreros que habían sobrevivido, uno de ellos se destacaba por la altivez con la que caminaba. Estaba furioso consigo mismo, pero se sentía orgulloso por haber luchado con todas sus fuerzas y haber perdido contra un enemigo que era claramente superior. Las calles estaban rodeadas de mujeres que lloraban y les tapaban los ojos a sus hijos para que no se sintieran avergonzados y temerosos. Pero una de ellas, Xochiquétzal, que quiere decir “flor hermosa”, se quedó viendo al guerrero altivo con detenimiento, reconociendo en él a su amado. Este luego volteó a verla, dejándola helada con su mirada penetrante. Entonces la mujer buscó con su mirada a otro hombre, un tlaxcalteca que le había dicho antes que este había muerto sólo para poder casarse con ella. Cuando lo reconoció y lo alcanzó, le gritó:

—¡Me mentiste, Tzompetlácatl! Me engañaste para conseguir mi mano, pero yo no te quiero. A quien amo es a ese guerrero que ha vuelto de la guerra donde nunca murió.

Xochiquétzal le hizo mil reclamos más y después echó a correr por las calles de la ciudad. Cuando el guerrero desvió su mirada, descubrió que la mujer corría mientras era perseguida por su esposo, por lo cual abandonó la marcha de vergüenza en la que estaba y, apretando la macana entre su diestra, salió detrás de su amor perdido. Tras una larga carrera, el guerrero finalmente alcanzó a Tzompetlácatl, quien esgrimió un venablo al verse confrontado. Entonces inició una fiera batalla, en la que el azteca buscaba estrellar su macana con el cráneo del otro, mientras este buscaba abrirle el pecho a su enemigo con su venablo de pedernal. El duelo sangriento se extendió por la selva y hasta el amanecer, cuando el tlaxcalteca cayó gravemente herido. Pese a esto, logró escapar hacia su país para buscar ayuda y venganza. Cuando el guerrero volvió, triunfante, para encontrarse con Xochiquétzal, encontró su cuerpo sin vida en medio del valle, pues había preferido suicidarse a sufrir la vergüenza de haberse entregado a otro hombre que no amaba.

Con lágrimas en los ojos, el guerrero azteca se arrodilló sobre el cuerpo de la joven y la cubrió con flores y pétales de xoxocotzin. Con estas mismas, le hizo una corona de flores y luego quemó copal alrededor suyo.

Luego de esto, el Tlahuelpoch atravesó el cielo, trayendo consigo la inminencia de la muerte. Y entonces tembló la tierra y cayeron de las nubes bolas de fuego. Las personas de Anáhuac, temerosas de lo que estaba sucediendo, salió de la ciudad con dirección al valle, pero se encontraron con que, en su lugar, había dos grandes montañas nevadas. Una de estas tenía la forma de una mujer tendida sobre el suelo, rodeada de flores; y la otra tenía la forma del guerrero azteca arrodillado a su lado. Y desde entonces, el valle de Anáhuac es custodiado por los volcanes Iztaccihuatl, que se traduce como “mujer dormida”, y Popocatepetl, que se traduce como “montaña humeante”.
Daniel Collazos

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