Todo ocurrió en una calle del barrio Olmedo, en la ciudad de México, durante una noche de la primera mitad del siglo XVIII. El cielo permanecía oscuro y la ciudad dormía bajo el silencio más absoluto. La oscuridad nocturna sólo era interrumpida de vez en cuando por algún faro o por llama agonizante de un cigarrillo. En medio de este escenario, un fraile corre entre las calles desoladas, llevando en una de sus manos un rosario y en la otra un crucifijo apretado en el pecho. Luego de cruzar una esquina, un hombre extraño lo aborda, pero el fraile logra zafarse de él y cruzar la calle mientras el otro lo sigue. Sin importar qué rumbo tome, el otro no deja de perseguirlo a través de las aceras y las puertas cerradas de las casas. Cansado de la situación, el fraile se detiene y encara a su perseguidor, quien le explica que hay alguien moribundo y que por eso lo necesita, para que le dé su bendición.
—Estoy cansado y el monasterio todavía está lejos. Lo siento, no puedo ayudarlo —se excusa el fraile.
—No puede dejar que alguien se muera de esta manera, sin que su alma sea perdonada —le insiste el otro.
Sin esperar esta vez una respuesta, el hombre empuja al fraile dentro de una casa oscura y fría. En medio de las tinieblas, lo conduce hasta una habitación por la cual entran al traspasar una puerta estrecha. Sobre el lecho fatal, yace una mujer joven y hermosa.
—Es a ella a quien debe confesar —le comenta su secuestrador.
El fraile siente miedo. Observa a la mujer y descubre un rosario entre sus manos y sus senos níveos entre la ropa rasgada. El fraile mira al hombre y este no le da explicaciones, le pide que continúe con su trabajo, que la mujer está próxima a morir. El fraile se agacha y oye la confesión de la mujer durante largo rato. El hombre se desespera y lo saca de la casa a empellones. Poco después de cerrada la puerta, se oye un grito desgarrador desde el interior de la casa. El fraile golpe a la puerta, la patea, quiere tumbarla, pero no puede. Comienza a orar de rodillas frente a la casa y lo hace durante mucho tiempo, pero luego se levanta y se va.
Cuando sale de la calle Olmido, como si abandonara el espacio de un lugar extraterrenal, el fraile camina con la cara llena de angustia. La gente ya comienza a salir de su casa lo mira extrañado, parece un demente. Pensando todavía en el crimen que cree haber presenciado, quiere buscar consuelo en su oración; pero no encuentra por ninguna parte su rosario. Debió dejarlo en la calle Olmedo. De esta manera, se decide a contarle todo a las autoridades. Cuando llega a la plaza, se encuentra con el alcalde y lo arrastra hasta la casa del homicidio. Enterado de la historia, el alcalde toca tres veces a la puerta sin obtener ninguna respuesta. Entonces advierte que viene en representación del rey, pero no se escucha nada del otro lado.
Extrañado por la situación, el alcalde intenta forzar la cerradura, pero se da cuenta de que está llena de telaraña. Entonces mira al fraile, quien le asegura que estuvo ahí la noche pasada, y que, como prueba de ello, encontrarán su rosario en el lecho de la finada
—Tal y como usted dijo, aquí está la prueba del crimen; pero esto ocurrió hace muchos años… —le comenta el alcalde.
—¡Confesé a un alma en pena! —grita el fraile antes de caer desmayado.
Mientras tanto, la gente sale de la casa con la fantástica historia entre sus labios.
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