Según cuentan los sabios, los nombres de distintas calles, callejones y puentes de la Nueva España fueron puestos por acontecimientos que ocurrieron en las mismas o por personajes destacados. Así, la Calle de La Quemada, que actualmente se llama 5ta. Calle de Jesús María, tenía dicho nombre por un suceso extraño que ocurrió ahí. Cuentan que por aquel entonces gobernaba don Luis de Velasco I, quien tuvo un hijo homónimo que fue virrey cuatro décadas después. Este don Luis, el primero, reemplazó a don Antonio de Mendoza, antiguo virrey que luego fue enviado a Perú para cumplir la misma función. En fin, por aquellas fechas vivía un tal don Gonzalo Espinosa de Guevara que tenía una hermosa hija llamada Beatriz. Los dos eran españoles, provenientes de Illescas, y habitaban una gran casona en la colonia.
Beatriz era reconocida en toda la ciudad no sólo por su belleza núbil, sino también por su gran amabilidad y generosidad. Por esta razón, tenía varios pretendientes que hubieran dado la vida para tener su mano; pero esta los rechazó a todos pese a la fortuna o la felicidad que le hubieran podido traer a su vida. Y entonces llegó a la colonia un caballero italiano, don Martín de Scópoli, quien tenía el título de Marqués de Franteschelo y Piamonte. Este se enamoró perdidamente de la muchacha. Fue tanta la locura de su amor, que impedía que otros caballeros pasaran por la calle en donde estaba la casa de Beatriz. Furiosos con esta impertinencia, cada caballero lo retó en su momento a un duelo; pero el italiano siempre salió vencedor.
Por su ferviente locura hacia ella, Doña Beatriz comenzó a engendrar en lo profundo de su corazón cierta admiración y cariño por este caballero italiano. Se había enamorado de las frases amorosas que le había proporcionado desde la calle cuando ella se asomaba a su balcón en las noches, había quedado prendada de su valentía y elegancia. Sin embargo, cuando le contaron todas las vidas que el Marqués de Piamonte había tomado por culpa de su amor, la mujer se encomendó a Santa Lucía, virgen que se sacó los ojos, y tomó una terrible decisión para que el italiano ya no la amara. Después de resolver los asuntos que tenía pendientes y luego de ver que su padre había salido de la casa, Doña Beatriz subió un brasero hasta su habitación, lo encendió y puso su rostro sobre él sin dejar de rezarle a la santa.
Para suerte de la mujer, por aquel entonces pasaba el fraile Marcos de Jesús y García, quien acostumbraba a confesarla. Cuando este escuchó el grito en la habitación de Doña Beatriz, subió corriendo y la encontró revolcándose en el suelo del dolor. Entonces le puso hierbas y vinagre en la cara herida, no sin dejar de preguntarle qué había pasado. Al saber las razones de semejante acción, el cura fue corriendo hasta donde estaba Don Martín, quien, en lugar de retirarse al saber que su amada estaba desfigurada, se dirigió hasta la casona de Beatriz. Dentro de la habitación aterciopelada, la descubrió con el rostro cubierto con un velo. Cuando lo removió, se dio cuenta de lo terrible de las heridas: donde antes había unas hermosas cejas delineadas, ahora sólo quedaba piel chamuscada; y donde antes había unos carnosos labios, ahora sólo había un cuero retorcido y chamuscado. Pero no por ello el Marqués dejó de amarla. Entonces se arrodilló y le dijo que no la amaba por su belleza, sino por la nobleza de su corazón. Luego de esto, ambos se abrazaron con lágrimas en los ojos y prometieron casarse cuando Don Gonzalo diera su permiso.
Don Gonzalo se encargó de la organización de la boda y gastó toda su vasta fortuna para hacer la mejor fiesta que hubiera conocido la ciudad en aquel entonces. Por su parte, el Marqués le regaló a la novia los vestidos más hermosos que se habían diseñado en Italia.
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