La leyenda del Cocay (mitología maya)

Según cuentan los antiguos mayas, las chispas que pueden verse algunas veces en la oscuridad de la noche son producidas por el cocay, que es como se conoce a las luciérnagas en lengua maya. Aunque muchos lo desconocen, los mayas saben exactamente por qué este insecto tiene esa luz. Según dicen, la razón es la siguiente:

Anteriormente, en el Mayab vivía un señor que era querido por todas las personas del lugar, pues era la única persona capaz de curar varias enfermedades. De tal forma que cuando alguien caía enfermo, él llegaba hasta la casa del doliente y, con una piedra verde que siempre llevaba en su bolsillo, tomaba sus manos y susurraba ciertas palabras curativas. Sólo con esto podía curar cualquier enfermedad. Pero resulta que una mañana, cuando el señor se encontraba paseando en medio de la selva, sintió que sus fuerzas le abandonaban. Así que decidió acostarse en medio de la flora a escuchar el canto de las aves. De repente, el cielo se tiñó de negro y estalló un aguacero como pocos los ha habido en la tierra. El señor se puso de pie inmediatamente y echo a correr en busca de refugio. En medio de la carrera, no se percató de que la piedra se había salido de su bolsillo. De tal manera que cuando llegó a su casa, donde lo estaba esperando su mujer para que curara a su hijo, fue incapaz de encontrar su amuleto.

Preocupado por la salud de su hijo y por haber perdido la piedra, creyó que no sería lo suficientemente rápido para encontrar la piedra por sí mismo antes de que alguien más la tomara. Entonces reunió a distintos animales y les pidió su ayuda. Así, recibió la colaboración de la liebre, el venado, el cocay y el zopilote, quienes conocían mejor todos los caminos y rincones del bosque. Para motivar la búsqueda, se ofreció a darle un premio a quien lo encontrara. Al escuchar esto, todos los animales corrieron hacia la selva en busca de la dichosa piedra. Pese a que el cocay era el que más empeño había puesto en la búsqueda, el primero que la encontró fue el venado. Sin embargo, al ver que era tan hermosa, decidió tragársela para no compartirla con nadie. Con la piedra en su vientre, el venado pensó en ser él quien curara las heridas a cambio de una buena paga. Pero en el momento en el que pensó esto, sintió un fuerte dolor de estómago y tuvo que vomitar la piedra. Asustado, el venado salió corriendo, dejando la piedra sobre la hierba.

Mientras tanto, los demás animales seguían con su búsqueda, especialmente el cocay. El zopilote estaba buscando desde lo alto del cielo, por lo cual no podían distinguir la piedra verde de la hierba del suelo; la liebre corría demasiado rápido, por lo cual no podía mirar detenidamente los lugares donde podría estar la piedra; el cocay seguía volando bajito y despacio, con mucha paciencia, pues era un insecto y su tamaño le impedía ir más rápido o volar más alto.

De tal manera que uno a uno se fueron cansando, salvo este último. Después de varios días de búsqueda y pensamiento, el cocay sintió cómo un chispazo iluminó su cabeza: pudo observar en su mente el lugar exacto en el que estaba la piedra. Así que voló inmediatamente hasta allí y no la encontró; pero entonces su cuerpo se iluminó y pudo vislumbrar el lugar donde estaba la piedra. Una vez la tuvo entre sus patas, se la llevó de vuelta al señor.

Una vez estuvo con su señor, el cocay le contó todas las aventuras por las que tuvo que pasar para encontrar la piedra verde, sin poder explicar qué era la luz que salió de su cuerpo. Entonces el señor le dijo que era la luz que brotaba desde su interior por la nobleza de sus actos, pensamientos y sentimientos. Por eso la primera luz surgió de su cabeza, por su gran y brillante inteligencia. Le dijo, además, que desde ese momento esa luz la iba a acompañar a donde sea que fuere. Después de esto, el cocay se despidió del señor y se adentró en la selva para comentarle a los demás animales el don que había adquirido. Todos le felicitaron por lo hermosa que se veía con la luz, menos la liebre, quien, envidiosa por haber fallado, planeó arrebatársela. Así, mientras le mostraba la luz a otro insecto, la liebre saltó sobre la luciérnaga. El cocay quedó tendido en el suelo mientras la liebre saltaba de un lado a otro pensando que había huido. El cocay se levantó lentamente y, en venganza, se posó sobre la cabeza del roedor con su luz. Pensando que se estaba quemando, la liebre corrió hasta un cenote y se lanzó a sus aguas. La luciérnaga voló alto antes de sumergirse y, desde ahí, se burló de su rival. Desde entonces, todos los animales, sin importar su tamaño, respetan a la luciérnaga por su luz, símbolo de su astucia.

Daniel Collazos

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